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Esta columna apareció por primera vez en el sitio web The Catholic Thing (www.thecatholicthing.org). Derechos de autor 2020. Todos los derechos reservados. Reimpreso con permiso.

Traducción del original en Inglés, abajo.

El autor, Matthew Hanley es miembro senior del Centro Nacional Católico de Bioética. El nuevo libro del Sr. Hanley, Determinar la muerte por criterios neurológicos: Current Practice and Ethics, es una publicación conjunta del National Catholic Bioethics Center y Catholic University of America Press. Las opiniones expresadas aquí son las del Sr. Hanley y no las del ncbc. Miércoles, 16 de septiembre de 2020.

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Si lo has escuchado una vez, lo has escuchado un millón de veces: que la vida no puede volver a la normalidad hasta que una vacuna esté lista para detener el COVID-19. Debido al miedo, al pánico agresivo y a la confianza ciega en lo que se nos dice falazmente que es «ciencia», este argumento ha cobrado tal impulso que oponerse parece impensable, pudiendo incluso llegar a ser un delito punible.

Por un lado, escuchamos que el ingenio y las libertades estadounidenses (que por supuesto deben ser apreciadas) nos han permitido estar a punto de tener dicha vacuna en un tiempo récord. Por otro lado, varias voces católicas se han centrado en cuestiones sobre una vacuna que, en algún momento de su desarrollo, podría hacer uso de líneas celulares derivadas de fetos abortados.

Esta objeción es importante, porque es nuestra responsabilidad estar atentos para exigir alternativas no contaminadas (aunque esas vacunas puedan, en determinadas circunstancias, utilizarse lícitamente ya que la cooperación material es suficientemente remota). Sin embargo, hay una cuestión más amplia que requiere mucha más atención de la que ha recibido hasta ahora.

Me refiero a toda la premisa de que una vacuna es indispensable para que las personas reanuden sus vidas, lo cual, desde el punto de vista de la salud pública, es absurdo. Se habla incluso de que puede llegar a ser obligatoria – que la reanudación de las actividades básicas como el trabajo, la escuela, los viajes, el comercio, etc. dependería de la obtención de la vacuna. Eso sería una maniobra extrema y abiertamente totalitaria, no una medida de salud pública sincera y bien fundamentada.

Un par de consideraciones relevantes deberían ser suficientes para tener serias dudas sobre el planteamiento de la vacuna como única solución del problema en el que nos encontramos inmersos hoy en día.

La tasa de supervivencia general de las personas expuestas al coronavirus se mueve alrededor del 99,6 por ciento. La mortalidad por COVID-19 se ha manifestado en muchos lugares (como tienden a hacer los virus). Y hasta ahora no se ha desarrollado con éxito vacuna alguna para ningún virus de la familia de los coronavirus.

¿Debería esto llevarnos a la conclusión de que la normalidad no debería volver «hasta que tengamos una vacuna que hayamos aplicado básicamente a todo el mundo», como insiste Bill Gates?

Apoyo el uso médico adecuado de las vacunas, por supuesto. ¿Y quién no? Pero la declaración de Gates es ridícula e inevitablemente provoca la pregunta de qué podría motivarla.  Su misantrópica manía de control de la población no es un secreto; tampoco lo es la sospecha de que le gusta utilizar las vacunas – entre otras tecnologías – para alcanzar ese fin.

Su esposa, Melinda Gates (nominalmente una católica), ha aparecido en las páginas de Asuntos Exteriores para indagar sobre el impacto que COVID-19 tendrá en las cadenas de suministro de anticonceptivos. Mientras, las masas han estado soportando paralizantes  cierres surrealistas de la Economía y desempleo masivo, lo que hace que las oscuras sospechas sobre agendas no tan ocultas sean difíciles de descartar.

El número real de personas que han muerto como resultado de COVID-19 ha sido difícil de determinar, en parte porque las autoridades y los medios de comunicación, que cumplen las normas, han mezclado deliberadamente posibles casos de COVID-19 con muertes debidas a afecciones subyacentes anteriores.  Después de meses de incesantes informes de los medios de comunicación, los CDC acaban de informar que en realidad sólo el 6 por ciento de las muertes en USA se deben al COVID-19 – menos de 10.000 personas fallecidas por causa directa y principal de este virus.

Cerca de la mitad de las muertes por COVID-19 en los Estados Unidos han ocurrido en hogares de ancianos, de lo cual son responsables las autoridades que expusieron descuidadamente a este grupo vulnerable a los portadores  del virus. ¿Qué tan segura y efectiva será la vacuna que viene para la población anciana de mayor riesgo, que es la el COVID-19 mata principalmente? ¿Y  cómo será para las masas,  bajo las presiones de una prensa a favor de someterse a la vacuna?

En realidad puede desencadenar una respuesta perjudicial, si no inmediatamente (como lo atestiguan los eventos adversos de los ensayos en curso), sí posteriormente, al momento de la eventual exposición al patógeno.

El hecho de que los fabricantes no sean legalmente responsables de lo que ocurra en estas circunstancias de «emergencia» no inspira confianza alguna. Y los esfuerzos por estudiar la mejor manera de convencer a la gente para que se vacune – Yale está probando qué tipo de argumento de venta (por ejemplo, la culpa y otras formas de manipulación emocional) sería más persuasivo – tampoco inspira precisamente confianza.

Inyectar a personas sanas con una vacuna que no es necesaria y que puede causar algún daño se opone a la tradicional  norma ética. Y es, pura y simplemente, falso pensar que es una necesidad urgente sobre la que todo lo demás debe girar. En realidad es una exigencia de «seguridad» de locos.

Ah, ¿y mencioné que la próxima Vacuna probablemente empleará técnicas de ingeniería genética por primera vez en la historia? La metodología de ARNm usada por al menos por un candidato a vacuna líder nunca ha sido examinada previamente en laboratorios oficiales, y mucho menos clínicamente. Cruzar este umbral  podría tener profundos efectos,  como una onda expansiva que apenas hemos considerado, y seguramente parece contradecir el supuesto espíritu de «la seguridad ante todo» que ha dominado la toma de decisiones de COVID-19.

Insistir en este enfoque es aún más urgente cuando han surgido tratamientos seguros y eficaces -que también resultan ser muy baratos-, que curiosamente han sido difamados y ocultados ante quienes podrían beneficiarse de ellos.  Se ha demostrado más que adecuadamente que la hidroxicloroquina (en particular como tratamiento temprano para pacientes ambulatorios en combinación con zinc y/o antibióticos) es bastante eficaz en la práctica en tiempo real (comparando los resultados de los países que la utilizaron -y cuando lo hicieron- con los que no lo hicieron). Pero esto es de alguna manera una noticia inoportuna que se rechaza rotundamente.

Prohibir su uso no tiene sentido, especialmente porque todas las drásticas imposiciones impuestas al público se referían supuestamente a «salvar vidas».

Se nos ha dicho repetidamente que «estamos todos juntos en esto», por lo que es difícil ver que tanto el bienestar individual como el bien común hubiesen estado en el punto de mira durante tantos meses, sin el final a la vista.  Suponemos que una vacuna es realmente el motivo inicial de este lío fabricado.

Y no hemos hecho la obvia pregunta cui bono (¿quién se beneficia de estas restricciones sin precedentes, irrazonables e inhumanas?), que tiene una respuesta bastante obvia: aquellos con ciertas agendas financieras, políticas e ideológicas.

Hemos sido manipulados, condicionados y lamentablemente nos hemos mostrado complacientes.  Este es el gran problema urgente y no la falta de una vacuna.

 

 

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